Artículo del Facoblog

Confusas navidades

Debo confesar –y quizás a usted le pase lo mismo– que desde mi más tierna infancia la Navidad me tenía muy confundido. El niñito Jesús, Santa Claus, Papa Noel, los renos, el arbolito y los pesebres se mezclaban en mi cabeza –algo obnubilada por la comida propia de otros climas que solemos ingerir para esa fecha–. De todas maneras el tema pronto pasaba al olvido cuando abría el primer regalo.

Como ya no recibo regalos, han renacido las dudas. ¿De donde vienen esta sarta de ritos y costumbres que nos obligan a cenas hipercalóricas, hipergrasas, hipercolesterolemicas en tórridas noches de verano?

Bueno, comencemos por el popular Santa Claus, que es nada más y nada menos que San Nicolás. Este santo varón no nació ni en Noruega, ni en Rusia –país del que es patrono– menos aun en el Polo Norte –como nos quieren hacer creer–, sino en Turquía. Fue obispo de Mira y como tal participó activamente en el Concilio de Nicea durante el siglo IV. Siempre se lo suele representar con tres bolas doradas, como el oro que facilitó a tres jóvenes casamenteras cuyo padre no podía pagar su dote. Para permanecer en el anonimato, mandó al dorado regalo por una chimenea. Por este “préstamo” los financistas lo han hecho su patrono. Su santo se celebraba el 6 de diciembre y en la oportunidad se solían obsequiar regalos en secreto. Esta costumbre persistió entre los holandeses que se instalaron en una península llamada Manhattan. Tan mal les fue, que cambiaron esas parcelas por unas pocas pieles. Los ingleses –sus nuevos dueños– la llamaron New York, en honor al heredero de la corona y se quedaron con el nombre de Manhattan, con la costumbre de hacerles regalos a los niños el 6 de diciembre y homenajear a Sint Nicolaas, apodado Sinterklaas –que los americanos pronto llamaron Santa Claus–.

Ahora bien, ¿cómo un santo turco aparece en el Polo Norte? Solamente la literatura puede hacer obrar ese milagro.

En 1846 aparece “La noche antes de Navidad”, poema del ministro episcopal Clement Clarke Moore, que describe a este bondadoso señor entrado en años y carnes, conduciendo un trineo tirado por renos (del que solo conozco el nombre de uno, Rodolfo) asistido por enanos y depositando en cada chimenea el regalo solicitado por los niños que hubieran observado una conducta intachable a lo largo del año (excusa que utilizaban nuestros padres para intentar disminuir el número y calidad de nuestras tropelías).

En 1931 la revista Harper´s popularizó la imagen de este viejito de aspecto bonachón (dibujado por Thomas Nast) que refrescado por una gaseosa, propulsó el consumo navideño durante los tiempos de la gran depresión.

Nadie sabe a ciencia cierta cuando nació Jesús. En realidad, de lo único que se puede estar seguro es que no fue un 25 de diciembre del llamado año 0. Veamos porqué: en primer lugar, los celebres pastorcitos que adornan cada pesebre (un comentario aparte: esta idea del pesebre fue popularizada por San Francisco de Asis, que incluyó al asno y al buey de acuerdo a “La Leyenda Dorada” de Jacobos Vorágine), no podrían haber estado pastando al aire libre para esa fecha. Según Lucas (2:8) “Había pastores de la misma región, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su rebaño”. Eso era imposible en Judea por ser diciembre una estación fría y lluviosa. Ya para octubre los pastores encerraban sus rebaños en los corrales. Además, la celebre estrella de Belén –que era la conjunción de Júpiter y Venus– no apareció en el año 0, sino 4 años antes y tampoco fue en diciembre. Algunos estudiosos del tema sospechan que nuestro Señor Jesucristo nació el 6 de marzo del año 4 antes de Cristo (que dicho de esta forma suena raro).

Resulta que los primitivos cristianos no podía celebrar abiertamente el natalicio del Salvador, por temor a terminar siendo el almuerzo de las fieras en el Coliseo.

Los romanos celebraban dos festividades a todo trapo, una llamada Brumalia (25 de diciembre) y otra llamada Saturnalia (del 17 al 24 de diciembre), conmemorando el día más corto del año, el “Natalis Solis invicti”. Este nuevo nacimiento del sol se celebraba con unas fiestas en las que corría el vino y abundaban las conductas que mi abuelita llamaba “reñidas con la moral y las buenas costumbres” (lo que no entendía mi abuelita es que los romanos no compartían su definición de moral y menos aun las costumbres que ella no creía buenas). Si quieren darse una idea de cómo eran estas festividades vayan ustedes al Jardín Botánico y observen la “Saturnalia”, escultura de Ernesto Biondi (Morolo 1854 – Roma 1917) que adorna la casa donde vivió el celebre Carlos Thays. Verán que durante estas celebraciones no imperaba un espíritu de “recogimiento cristiano” sino que eran lisa y llanamente una bacanal.

Durante la Saturnalia, la algarabía generalizada permitía disimular la alegría navideña de los seguidores de Cristo. Después continuaron celebrando esta festividad con ramas verdes de las que colgaban pequeñas velas. La festividad semanal del sol (The sun day o Summer Tab, el domingo para nosotros) pasó a ser el equivalente del Sabbat para los hebreos, el día de descanso semanal.

La Iglesia oriental y la occidental usaban distintos almanaques. Hacia el año 256, el Papa Juan I encomendó al monje Dionisio el Exiguo, uniformar el cómputo y evitar así que las Pascuas se celebrasen en distintas fechas. Para esa época se utilizaba el calendario Diocleciano, que comenzaba paradójicamente con el inicio del mandato de este emperador considerado el perseguidor impío de la Iglesia.

Con buen criterio Dionisio decidió tomar como fecha de inicio el nacimiento de Cristo, que según sus cuentas había nacido 753 años después de la fundación de Roma. Algo mal debe de haber hecho Dionisio porque Herodes el Grande, con certeza, murió en el 750, por lo tanto Cristo debe haber nacido entre el 748 y el 749. Igualmente, y a pesar del error, es este calendario de Dionisio el que se continúa usando a la fecha.

Otros autores sostienen que esta celebración tiene su origen en Babilonia –ciudad fundada por Nimrod, nieto de Cam y por lo tanto bisnieto de Noe–. Este Nimrod era tan perverso que se casó con su madre, llamada Semíramis. Muerto Nimrod prematuramente, su madre propagó la doctrina de la sobrevida de su hijo-amante como un ser espiritual, reencarnado en forma de árbol.

Cada aniversario de su natalicio (que, ¡oh casualidad!, era el 25 de diciembre) se colgaban regalos de esta árbol. Así con que resulta ser que esta inocente costumbre navideña es un rito pagano babilónico.

Para que la historia del arbolito no fuera tan tenebrosa, surge la leyenda de San Bonifacio. Este predicaba la palabra del Señor entre los pueblos germanos –que insistían en adorar al roble como árbol sagrado (de aquí viene otra costumbre sajona: el muérdago, parásito vegetal del roble, garantiza amor eterno a las parejas que se besan en su proximidad)–. Al parecer, San Bonifacio era un hombre de pocas pulgas y un día cansado de esta veneración sacrílega por parte de los druidas, derribó un roble a hachazos. Al caer este, cayeron todos los que lo rodeaban a excepción de un pequeño abeto que San Bonifacio consagró como el árbol de Navidad.

Para tranquilidad de nuestros anunciantes, tanto durante la Saturnalia, como en las practicas de Semínaris y entre las tribus germanas ya existía la costumbre de hacer regalos para esta fecha… O sea ¡Feliz Navid

Autor


Omar López Mato (Argentina)
• Médico oftalmólogo
• Investigador de la historia del arte.
• Director del Instituto de la Visión.
• Director de la editorial Olmo Ediciones.

Imagen de portada: Laura James en pexels.com

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